lunes, 1 de junio de 2009

Los frutos del Espíritu

Cosas que parecen impensables en España hoy día, aquí son posibles. Un ejemplo: hoy ha sido día de fiesta. Ayer fue Pentecostés, y se celebra durante dos días (domingo y lunes). Otro ejemplo: las iglesias tocan las campanas durante largo rato (a veces más de un cuarto de hora) para llamar a misa, a vísperas o incluso en el momento de la consagración, dentro de la eucaristía. Son cosas que aún me resultan tremendamente llamativas, viniendo de donde venimos. Todos conocemos la "persecución" (aún se puede poner entre comillas) social, mediática y política que sufre nuestra Iglesia. Yo no sé cuánta gente comparte en Alemania la fe de la Iglesia Católica. Pero lo que veo al menos es un gran respeto por las costumbres, las tradiciones, la cultura, la religión y las raíces de esta sociedad. Por desgracia todo eso lo hemos perdido en nuestra patria y viajamos a la deriva zarandeados por toda clase de doctrinas y supuestos modernismos que no han hecho sino debilitar los fundamentos de la sociedad.

Pero no quiero entrar en debates políticos que no llevan a nada. La verdad es Cristo y Cristo resucitado. Lo demás son pamplinas, engañifas que desorientan al hombre y le alejan de lo que realmente importa.

Y lo importante de estos días no son las próximas elecciones. Lo fundamental es lo que hemos celebrado y vivido durante este tiempo pascual y que coronamos ayer con la fiesta de Pentecostés. Para mí personalmente ha sido un tiempo de gracia. El Señor nos ha regalado un tiempo de alegría y de paz, de descansar, de volver a confiar en Él.

Se leía en el evangelio del domingo "paz a vosotros". Pues eso es lo que el Señor nos ha concedido. Como a los apóstoles, el demonio se ha empeñado en meternos miedo (al futuro, a las incertidumbres, a las inseguridades) para que no llevemos a cabo nuestra misión. Pero en medio de nuestra debilidad Cristo se ha mostrado fuerte y nos ha invitado a seguir, a perseverar, a mirarle sólo a Él. Sólo Él ha vencido a la muerte y al pecado. Sólo Él es todopoderoso. ¿Por qué preocuparse? ¿A quién o a qué temeré? Si Él da de comer cada día a las aves del cielo y viste a los lirios del campo mejor que a los reyes, ¿cómo no va a proveer para nosotros, hombres de poca fe?

Al hilo de esto, decía el Santo Padre tras la oración del Regina Caeli de este domingo de Pentecostés:

"El Espíritu Santo, que con el Padre y el Hijo creó el universo, que guió la historia del pueblo de Israel y habló por medio de los profetas, que en la plenitud de los tiempos cooperó en nuestra redención, en Pentecostés bajó sobre la Iglesia naciente y la hizo misionera, enviándola a anunciar a todos los pueblos la victoria del amor divino sobre el pecado y sobre la muerte.

El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. ¿Sin Él a qué quedaría reducida? Sería ciertamente un gran movimiento histórico, una compleja y sólida institución social, quizá una especie de agencia humanitaria. Y, en realidad, así la consideran quienes la ven fuera de una perspectiva de fe. Sin embargo, en su verdadera naturaleza y también en su más auténtica presencia histórica, la Iglesia es incesantemente modelada y guiada por el Espíritu de su Señor. Es un cuerpo vivo, cuya vitalidad es precisamente fruto del invisible Espíritu divino."

Pero frente a la precariedad y a vivir confiando en la Providencia, la sociedad nos mete por todos los sentidos que lo que importa es tener. Y si no tienes, al menos parecer que tienes.
Este sábado estuvimos con la prima de Esther en un pueblecito cerca de aquí, en una exposición de Mustangs y Ferraris. Sencillamente impresionante. Y no lo digo sólo por los coches (que lo eran, claro está) o porque allí pareciera que la crisis económica es algo inventado. Lo realmente impresionante es ver lo engañado que está el hombre, que pone su felicidad en las cosas, que sólo aspira a ser admirado, envidiado, amado. Se apenaba San Agustín cuando confesaba que en su pasado miraba a la creatura en lugar del creador, que buscaba la belleza en las criaturas en lugar de buscar al hacedor de la belleza. Eso mismo nos pasa a todos, en mayor o menor medida. Y estamos, muchas veces sin darnos cuenta, esclavos del ser, del tener, del parecer.

Afortunadamente tenemos a alguien que puede romper esas cadenas. ¿El secreto para que nos ayude? Pedírselo. La oración dice que mueve montañas. Yo no he visto moverse ninguna (debe ser por mi poquita fe...), pero lo que tengo claro es que la oración es capaz de enternecer a Dios, de mover su corazón para que nos ayude.
A mí me ayudó. Y fruto de esa ayuda es que hoy estamos aquí en Alemania. Y contentos, que no es poco.
No dejéis vosotros de rezar por nosotros, por favor. Conocemos bien nuestra debilidad.

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